Sin embargo, esto no eran sino peque- ños detalles en los que no quería pensar. El minuto fatídico le parecía lejano. ¿Por qué la llevaría allí el azar...? Sin em- bargo, Rasumikhine había tenido que insistir para que accediera a visitar a las dos mujeres: no se fiaba de su amigo, cuyo estado de em- briaguez era evidente. Entonces, los propietarios desataron la Guerra Sorda: todas las negras que trabajaban en el barrio como criadas, lavanderas y manejadoras fueron despedidas; no se permitió a ningún hombre de la furnia pintar una casa, limpiar un automóvil, construir un mueble; no se les compró a los vendedores ambulantes ni un solo mamey, piña o plátano, ni un billete de lotería, ni un crocante de maní . Esa mujer ha hecho lo que se proponía: se ha marchado de casa con los niños. Pues bien, a mí me parece que este modo de pensar es absurdo, que en este caso las fórmulas están de más y se impone una protesta clara y directa. Raskolnikof, en cuclillas ante el arca, esperó, respirando apenas. Entre ella y yo lo hemos calculado todo exactamente; por eso sabemos que quedará lo suficiente para dar la colación de funerales. Siem- pre hay un rinconcito oculto que sólo conocen los interesados. Tomo diez, y dentro de un par de horas estaré de vuelta y te explicaré lo que he. Mientras hablaba con el pope, Catalina Ivanovna no cesaba de atender a su marido. negocios y conservarás tu capa entera. Amalia Iva- novna, le ruego que, en su calidad de propieta- ria de la casa, preste atención al diálogo que voy a mantener con Sonia Simonovna. Busca, busca... Pero si no encuentras nada, amigo mío, tendrás que res- ponder de tus injurias... ¡Iré a quejarme al em- perador en persona, al zar misericordioso! Es más, si todo hubiese quedado de pronto resuelto, si todas las dudas se hubiesen desvanecido y todas las dificultades se hubie- sen allanado, él, seguramente, habría renuncia- do en el acto a su proyecto, por considerarlo disparatado, monstruoso. -Oye -dijo el estudiante, cada vez más acalorado-, quiero exponerte una cuestión seria. Pero entonces, es decir, en el momento de trabar conocimiento con ella, fui demasiado ligero y poco clarividente, lo que explica que me equi- vocara... ¡El diablo me lleve! Así tenía que ser, ya que era el mismo autor del hecho el que lo contaba. -Otra vez  se  ha  puesto  usted  pálido. de parte de Catalina Ivanovna. Apareció otro invitado, que fue a sen- tarse a la mesa directamente, sin ni siquiera saludar a Catalina Ivanovna. El libertinaje tiene, cuando menos, un carácter de continuidad fundado en la naturaleza y no. Si está usted en posesión de su pleno juicio le entregaré treinta y cinco rublos que nuestra casa ha reci- bido de Atanasio Ivanovitch, el cual ha efec- tuado el envío por indicación de su madre. Pero tenemos que averi- guar su dirección. de desconfianza y una especie de afectado te- rror. ¡Hala, subid! Ciertas personas tienen siempre algo de que hablar. -preguntó Raskolnikof sin ocultar su enojo-. ¿Por qué no gimen? »Ahora te voy a decir una cosa, mi que- rido Rodia. -¿Derecho a matar? La ima- gen de Dunetchka surgió ante él tal como la había visto en el momento de hacer el primer disparo. ¡No haces más que dormir! -Me parece muy natural, si no tenía ga- nas de mudarse. Empeza- remos por poco e iremos ampliando el negocio gradualmente. Lo he olvidado por completo. La gota de agua horada la piedra. Di por descontado los resultados más sorprendentes. -exclamó  la  señora  Lipevechsel-. Svidrigailof se estremeció. Si el señor Lujine hubiera conseguido presentar como culpable a Sonia Simonovna, habría demostrado a mi familia. ¡No te creo, no te creo! -preguntó Raskolnikof de pronto, deteniéndose ante ella. Todo aquel día inolvidable y toda aquella noche estuve urdiendo en mi mente los sueños más fantásticos: soñaba en cómo reorganizaría nuestra vida, en los vestidos que pondrían a los niños, en la tranquilidad que iba a tener mi esposa, en que arrancaría a mi hija de la vida de oprobio que llevaba y la restituiría al seno de la familia... Y todavía soñé muchas cosas más... Pero he aquí, caballero -y Marmeladof se es- tremeció de súbito, levantó la cabeza y miró fijamente a su interlocutor-, he aquí que al mismo día siguiente a aquel en que acaricié. -preguntó de pronto Pulqueria Alejan- drovna. «Si, como crees, has procedido en todo este asunto como un hombre inteligente y no como un imbécil, si perseguías una finalidad claramente determi- nada, ¿cómo se explica que no hayas dirigido ni siquiera una ojeada al interior de la bolsita, que no te hayas preocupado de averiguar lo que ha producido ese acto por el que has tenido que, afrontar toda suerte de peligros y horrores? -¡Ah, Piotr Petrovitch! Atanasio Ivanovitch no se ha negado a prestarle este ser- vicio y ha informado del asunto a Simón Simo- novitch, rogándole le haga entrega de treinta y cinco rublos. rado-. Sin embargo, poco a poco iban acudien- do a su mente otros pensamientos. Quieres que vaya a presidio, y ahora te asustas. La campesina sigue partiendo avellanas y riendo con sorna. Admiti- do esto, todo se explica del modo más natural. ¡Sonia una ladrona! Pero los campesinos no le prestaban la menor atención. Levantó los ojos y los fijó en el intruso. Era evidente que ya no había tiempo para lamentaciones ni penas estériles. २६ जना यसको बारेमा कुरा गर्दैछन्. Me parece que fue anteayer. -No puedo remediarlo. Digamos entre paréntesis que no hay otro medio de conservarse hermosa hasta una edad avanzada. No es que le odie, pero él fue el culpable de mi último disgusto con Marfa Petrovna. Encontró la escalera como la vez ante- rior: cubierta de basuras y llena de los olores infectos que salían de las cocinas cuyas puertas se abrían sobre los rellanos. ¡Toda la vida dependiendo unos de otros! Sí, sabía todas estas cosas y recordaba hasta los menores detalles. Por otra parte, us- ted no me conoce. Debían de ser muy numerosos; la casa entera debía de haber acudido. "Ya tengo la prueba", me dije. Raskolnikof, con los codos en  la mesa, se revolvía el cabello con las manos. Catalina Ivanovna, ciega de rabia, sa- cudía a Lujine y lo arrastraba hacia Sonia. volvería pronto, y como descubriera en sus ojos una expresión de curiosidad infantil al mismo tiempo que una grave y muda interrogación volvió a besarla, mientras se decía, con cierta contrariedad, que el regalo que acababa de hacer sería encerrado bajo llave por aquella madre que era un ejemplo de prudencia. Sin embargo, re- conozco que Porfirio hablaba en un tono extra- ño. Raskolnikof no le contestó. No lle- vaba barba, esa barba característica del funcio- nario, pero no se había afeitado hacía tiempo, y una capa de pelo recio y azulado invadía su mentón y sus carrillos. Bajo este sombrero, ladinamente inclina- do, se percibía una carita pálida, enfermiza, asustada, con la boca entreabierta y los ojos inmovilizados por el terror. ¿He venido expresamente o estoy agua por obra del azar? ¿Acaso usted no opina así? He hecho muy bien en decir es- to... Puede serme útil... Dirán que es una crisis de delirio... ¡Ja, ja, ja...! ¡Us- ted es un hombre de buen sentido...! Ya parece que sólo conservas a medias la razón. hueco de la mano. Una niña menor que él, ves- tida con auténticos andrajos, esperaba su turno de pie junto al biombo. Es un hombre excelente, créame, aunque explosivo como la pólvora. Éste era el lecho de Raskolnikof, que solía acostarse completamente vestido y sin más mantas que su vieja capa de estudiante. Reconocía a Nastasia y veía a otra persona a la que estaba seguro de conocer, pero que no re- cordaba quién era, lo que le llenaba de angustia hasta el punto de hacerle llorar. Cuando Raskolnikof llegó ante la  casa en que habitaba tenía las sienes empapadas de sudor y respiraba con dificultad. hubiera dejado la casa, me habría dirigido a un lugar apartado, cercado de muros  y desierto; un solar o algo parecido. Procuraré re- cordar.», Cuando llegó a la primera bocacalle, pasó a la esquina de enfrente y se volvió, pu-. -preguntó de improviso a Zosimof-. Al pronunciar estas palabras, Svidrigai- lof volvió a echarse a reír. Esto ya lo sabía yo: hace dos años y medio que sé que Dunetchka es  capaz de soportarlo todo. los brazos caídos y el semblante pensativo y triste. ¿Por qué no aprovechar esta ocasión? Pero me parece que no puede haber en ello ningún serio peligro,  ya que nunca van muy lejos. En este momento, Polenka, la niña que había ido en busca de su hermana, se abrió pa- so entre la multitud. Sus ojillos, cercados de grasa, lanzaban miradas sombrías. -¿No quiere ver la sorpresa que le he re- servado?-le dijo Porfirio Petrovitch, con su iró- nica sonrisita y cogiéndole del brazo, cuando ya estaba ante la puerta. Se habían levantado a las siete y me- dia. -exclamó Rasumikhine con creciente entusias- mo-, teniendo el elemento principal para poner- lo en práctica, es decir, el dinero? risas estallaban a cada momento. -¡Ojo con decir aquí una sola palabra, porque te hago papilla! Tenían la firme intención de emigrar a Siberia al cabo de cinco años a lo sumo. -Ante todo, Sonia Simonovna, transmita mis excusas a su honorable madre... No me equivoco, ¿verdad? (Recuerden ustedes que nues- tro punto de partida ha sido una cuestión jurí- dica.) Es mi debilidad. -continuó Sonia con vehemencia creciente-. Además, no lo olvides, en. Yo no he buscado nunca los favores de Sonia Simonovna. ¿Se ha encontrado a los ni- ños? Por eso le estaba esperan- do. También me ha encargado que le dé las gracias por la ayuda. Uno se encuentra a cada paso con personas que están medio locas. Rodia le rodea con sus brazos. Amalia Ivanovna, presa también de los peores presentimientos acerca del desenlace de la comida y, por otra parte, herida profunda- mente por la aspereza con que la trataba Cata- lina Ivanovna, se propuso dar un giro a la aten- ción general y, al mismo tiempo, hacerse valer a los ojos de todos los presentes. Tal vez ha exagerado. Uno de ellos estaba de pie, en mangas de camisa; tenía el cabello revuelto, la cara enrojecida, las piernas abiertas y una acti- tud de orador. Les pega y ellos lloran. ¡Cuánta sangre! Estaba radiante. Sonetchka, mi paloma, sólo pensaba en ayudarnos con su di- nero, pero nos dijo: «Me parece que ahora no es conveniente qué os venga a ver con frecuencia. En el primer momento, Pulqueria Alejandrovna enmudeció de alegría. Era evidente que se preparaba para una larga espera. Lo primero que debéis hacer es preguntaros si esa exigencia de Piotr Petrovitch no os parece insultante. Se incorpo- raba en su lecho y trataba de huir, pero siempre había alguien cerca que le sujetaba vigorosa- mente. Pero cuando empezó a revolver los tro- zos de tela, de debajo de la piel salió un reloj de oro. Vino no bebo: sólo champán, y nunca más de un vaso en toda una. Su semblante cobró de pronto una ex- presión seria y preocupada. -replicó Raskolnikof-, y, no contento con profe- rir esos gritos, está fumando, lo que es una falta de respeto hacia todos nosotros. Sabe Dios lo que será, pero desde luego, no tiene aspecto de mujer alegre profe- sional. Pensó: «Podría tirarlo todo aquí, en cualquier parte, y marcharme. En- traremos juntos. Tenía la cabeza tan baja, que Raskolnikof no podía verle la cara. -Esto demuestra que no está cerrada con llave, sino con cerrojo. Por el momento, su interlocutor podrá dejarse enga- ñar, pero, si no es un tonto, al día siguiente cambiará de opinión. to. Toda mi desgra- cia viene de que no bebo. -En estos últimos tiempos se ha debati- do la cuestión siguiente: un miembro de la commune, ¿tiene derecho a entrar libremente en casa de otro miembro de la commune, a cualquier hora y sea este miembro varón o mu- jer...? Se la voy a explicar lo mejor que pueda. Seguía hablando como a la fuerza y pa- recía responder a sus propios pensamientos. -Y terminaremos de conocernos -dijo Raskolnikof. A no- sotros nos reconocerán en seguida: verán que somos una familia noble caída en la miseria, y ese detestable general será expulsado del ejérci- to: ya lo verá usted. Raskolnikof lo siguió de lejos. Si oía risas o palabras burlo- nas, se encaraba en el acto con los insolentes y los ponía de vuelta y media. Di:  ¿quieres que te lo demuestre? ¡Y ese proyecto de matrimonio con Natalia Egorovna...! Después, la viuda, inflamada de entusiasmo, empezó a hablar de la existencia tranquila y feliz que pensaba llevar en T. Inclu- so se refirió a los profesores que llamaría para instruir a sus alumnas, citando al señor Man- got, viejo y respetable francés que le había en- señado a ella este idioma. -Sus palabras son ridículas e incluso imprudentes. Bien mirado, debemos felicitamos de que estas prendas no sean nuevas, pues así son más suaves, más flexibles... Ahora otra cosa, amigo Rodia. En el transparente aire se distinguían hasta los menores detalles de la ornamentación de la fachada. ¿No habré exa- gerado? -Continúa con su melancolía -dijo Ra- sumikhine-. Pasaba días enteros sin moverme, sin querer trabajar. Hoy iré a hablar con ella. al margen de toda sospecha. Cantaremos en francés Cinq sous. Desde hacía algunos días, otra idea tur- baba a Raskolnikof, a pesar de sus esfuerzos por rechazarla para evitar el profundo sufri- miento que le producía. Me seduce lo que su situación tiene de fantástica. Ella adora las canciones senti- mentales. -¿Para qué?-preguntó Andrés Simono- vitch, asombrado. -dijo a Pulqueria Alejandrovna en un tono pu- ramente formulario. prensión y simpatía-. »No crea demasiado al pie de la  letra mis palabras. Si sabía que había tenido un hermano era porque se lo habían dicho. Pero, al mismo tiempo, experimentaba una vaga inquietud. TikTok video from ECUADOR (@latri221): "#comicosambulantesantiguos #perucomedia #comediaperuanaa #pompinchu". Era tan cargado de espaldas, que parecía jorobado. -¡He aquí un asunto interesante! -Piotr Petrovitch -replicó dignamente Pulqueria Alejandrovna-. Hoy me he ido a hacer mis cosas, encargando a mi hija de vigilarla, y ya ven ustedes lo que ha ocurrido. Esto será lo más noble... En fin, hasta más ver. -Sí, tú mismo me lo dejaste entrever. -añadió, iracundo-: ¿Cómo es posible que tanta ignominia, tanta bajeza, se compaginen en ti con otros sentimientos tan opuestos, tan sagra- dos? Entre toda esta multi- tud apareció de pronto el señor Svidrigailof. Aunque no fueran más que tres, cada uno de ellos habría de tener más confianza en los otros que en si mismo, pues bastaría que cualquiera de ellos diera suelta a la lengua en un momento de embriaguez, para que todo se fuera abajo. -¡Oh, no! Un viejo chal de fra- nela rodeaba su cuello, largo y descarnado co- mo una pata de pollo, y, a pesar del calor, lle- vaba sobre los hombros una pelliza, pelada y amarillenta. -Sí, esperaba una pensión...,  pues  es muy buena y su bondad la lleva a creerlo to- do..., y es..., sí, tiene usted razón... Con su per- miso. Amalia Ivanovna, cuando recibió el proyectil destinado a Piotr Petrovitch en medio de las carcajadas de los invitados, montó en cólera y su indignación se dirigió contra Catali- na Ivanovna, sobre la que se arrojó vociferando como si la hiciera responsable de todo lo ocu- rrido. -No lo sé. Tú llevabas en- fermo  todo  un  mes;  Zosimof  así  lo  afirma... ¡Ah! ¿A Sonia? Perdóne- me, Dmitri Prokofitch. -vuelve a gritar Mikolka. Él se arrojó sobre ella con el hacha en la mano. Esos sentimientos son un pecado, señora, un gran pecado. cura de la cal, a los enormes y aplastantes edifi- cios. Ya ve que le hablo con toda sinceridad. -exclamó Zamiotof entre risas-. Incluso te has limpiado las uñas. Te has turbado. Se levantó, se puso la americana y el abrigo, húmedos todavía, palpó el revólver guardado en el bolsillo, lo sacó y se aseguró de que la bala estaba bien colocada. -¡Es duro de pelar! Y, sobre todo, ¿podría llegar a un acuerdo con tales investigadores, comprometiéndolos, al mismo tiempo, en sus asuntos, si eran en verdad tan temibles? tremeció y volvió a mirar en torno a ella con desconfianza. Lebeziatnikof debía de haberse equivo- cado en lo referente a la sartén. -Precisamente es usted el hombre que necesito -gritó el joven cogiéndole del brazo-. Una de ellas es mi deseo de que mis diligencias tengan el rigor de una demos- tración matemática. En fin, ya, hemos llegado. De no ser por una circunstancia imprevista, ya estaría encerrado. ¡Y de qué modo! Él la miró tristemente, con una expresión de an- gustia. Los billetes mayores, por estar colocados sobre los otros, habían sufrido considerables desper- fectos al permanecer tanto tiempo bajo la pie- dra. Se echó en el diván y se cubrió con la colcha. Cuando hayas traducido el pliego, recibirás otros tres. Pareciendo  todavía que hacía un violento esfuerzo para no echarse a reír, dijo quién era y cómo se llamaba. Se levantó horrorizado, jadeante... -¡Bendito sea Dios! Estoy haciendo el niño y me gusta mostrarme así a mí mismo... ¿Por qué he de avergonzarme de mis pensamientos...? Se hallaba com- pletamente vestido, e incluso se había lavado y. peinado, cosa que no había hecho desde hacía mucho tiempo. A través de la nieve se percibe la luz de los faroles de gas... -No sé..., no sé... Perdone -balbuceó el paseante, tan alarmado por las extrañas pala- bras de Raskolnikof como por su aspecto. ¿Y las me- dias...? Su casuística, cortante como una navaja de afeitar, había segado todas las objeciones. -¡Oh! Todo esto irritó profundamente a Cata- lina Ivanovna, que juzgó que no valía la pena haber hecho tantos preparativos. ¡Largo! Entregaste todo el dinero a la viuda para el entierro. -Con mucho gusto. No crea que lo he dicho por... No, no; eso sería una vile- za... Yo no lo he dicho para... No, no me atrevo a decirlo... Cuando ese hombre vino a ver a Rodia, comprendimos muy pronto que no era de los nuestros. -No, nada -balbuceó Raskolnikof peno- samente, dejando caer la cabeza en la almohada y volviéndose de nuevo hacia la pared. Raskolnikof había aparecido en el mo-. Llora. Y dio tal salto, que parecía que le habían arrancado del diván. ¡Qué lástima que yo no haya es- tado allí! De pronto se estremeció. «A lo mejor, no puedo decir nada todav- ía», pensó. Has hablado con elocuencia, pero dime: ¿serías ca- paz de matar a esa vieja con tus propias manos? Entre; aquí tiene una silla; pase por aquí. Sin embargo, le confieso que su pregunta me parece tan compleja, que me es difícil respon- derle. ¿Qué será de mí? El peligro que corr- ías se nos antojaba mucho mayor de lo que era en realidad. Te conozco bien, mi querida Dunetchka. De súbito le pareció que volvía a vivir intensamente las escenas turba- doras del crimen... Estaba detrás de la puerta con el hacha en la mano; el cerrojo se movía ruidosamente; al otro lado de la puerta, dos. Estaban a un paso de distancia el uno del otro, y aún no se habían visto. Me he enterado de que un artista se interesó por él y le daba lecciones. Aquella muchacha era una suicida: se había arrojado al río. Pero quedaban aún infinidad de puntos por dilucidar, numerosos problemas por resolver. -Nos imaginamos la eternidad -continuó Svidrigailofcomo algo inmenso e inconcebible. No me im- porta la resolución que usted pueda tomar aho-. »Es evidente que en este caso sólo se trata de Rodion Romanovitch Raskolni- kof: él ocupa el primer plano. -Ya sabia yo que usted no estaba dormi- do de veras, sino que lo fingía -respondió el desconocido, sonriendo tranquilamente-. Piense que, así como le he visto yo, pueden verle otras personas, y esto sería un peligro para usted. Presentía largos y mortales años colmados de esta fría y espantosa ansiedad. Figúrate que  Svidrigailof,  el muy insensato, sentía desde hacía tiempo por Dunia una pasión que ocultaba bajo su actitud grosera y despectiva. Entre ellas había dos muje- res. La primera vez se me presentó cuando yo estaba rendido por la ceremonia fúnebre, el réquiem, la comida de funerales... Al fin pude aislarme en mi habi- tación, encendí un cigarro y me entregué a mis reflexiones. Además, estaba resbaladizo, im- pregnado de sangre... Intentó sacarlo por la cabeza de la víctima; tampoco lo consiguió: se enganchaba en alguna parte. Así se lo manifesté al mismo Rodia. Para huir de este deshonor estaba dispuesto a arrojarme al río, pero en el momento en que iba a hacerlo me dije que siempre me había considerado como un hombre fuerte y que un hombre fuerte no debe temer a la vergüenza. Su artículo es. -Oye, Nastasia; hazme un favor -dijo Raskolnikof, sacando de un bolsillo un puñado de calderilla, cosa que pudo hacer porque, co- mo de costumbre, se había acostado vestido-. No me pregunte. Los hombres que la vier- ten como el agua obtienen un puesto en el Ca- pitolio y el título de bienhechores de la huma- nidad. El agente comprendió al punto la situa- ción y se puso a reflexionar. Pero, en realidad, estos cargos no son tales cargos, y esto es lo que pretendemos de- mostrar. Sin fuerzas no puede uno hacer nada. ¡Señor, Señor! No, no es eso. ¿Qué importa eso...? Entre los inquilinos reinaba gran confu- sión: unos comentaban a grandes voces lo ocu- rrido, otros discutían y se insultaban y algunos seguían entonando canciones. Era un hombre de cabellos enmarañados. da...! ¿Será Nastasia?-dijo Rasu- mikhine. Lo cogió maquinalmente. ¡libre! -Iré yo delante -dijo Rasumikhine-, para asegurarme de que está despierto. A juzgar por las apariencias, no se había desnudado ni lavado desde hacía cinco días. A ella le pareció muy interesante, e incluso nos leyó algunos pasajes en voz alta. -le interrumpió Raskolni- kof, que empezaba a comprender. Muchachas, hombres jóvenes, viejos, se quitan. Desde el principio del incidente me he olido que había en todo esto alguna innoble intriga. -Que Dios me perdone, pero me alegré de su muerte, pues no sé para cuál de los dos habría sido más funesto ese matrimonio -dijo Pulqueria Alejandrovna. La dueña de la casa, Ama- lia Feodorovna, no hubiera tolerado su presen- cia, puesto que ayudaba a Daría Frantzevna en sus manejos. -¿Cómo te habrías atrevido a salir si no hubieses estado delirando? ¿Por compasión? -dijo, respondiendo a las palabras de su hijo- No te puedes imaginar cuánto sufrimos Dunia y yo ayer. ¡Y esto en pleno delirio! Me ha dado treinta kopeks, los últimos, todo lo que tenía: lo he visto con mis propios ojos. En cuanto a la diferencia de edades (ella dieciséis años y yo más de cincuenta), es un detalle sin importan- cia. Aquella tarde, el temor que experimen- taba ante la idea de encontrarse con su acreedo- ra le llenó de asombro cuando se vio en la calle. Si tuviéramos verdaderos sabios,  los médicos, los juristas y los filósofos podrían hacer aquí, cada uno en su especialidad, estudios sumamente interesantes. A Du- nia la había visto desde lejos y  le hacía señas. Y continuó la persecución del elegante señor y de la muchacha. »Du hast die schonsten Augen... Madchen, was willst du meher? Pues Svidrigailof lo había vencido, a pesar de que temía a la muerte. consistió en humillarme ante ella e inclinarme ante su castidad. Para vivir hace falta una situación determinada, fija, y aire respirable. Permaneció con la mirada fija en el suelo. Quédate... ¿Qué hora es, a todo esto? ¿Por qué sonríes? Ya veo que usted se ha dado cuenta de que he dicho a Nicolás que repetía palabras aprendidas de memoria. Rasumikhine le dijo que Raskolnikof dormía a pierna suelta. Esperas mis explicaciones, Sonia, bien lo veo; esperas que te lo cuente todo... Pero ¿qué puedo decir- te? Luego había ido creciendo, amasándose, desarrollán- dose, y últimamente parecía haberse abierto como una flor y adoptado la forma de una es- pantosa, fantástica y brutal interrogación que le atormentaba sin descanso y le exigía imperio- samente una respuesta. Es esto lo que usted decía, si no me equivoco. Esta risa terminó en un nuevo y terrible acceso de tos que duró varios minutos. No se asombró, porque lo esperaba. Llenó su vaso, lo vació y quedó en una actitud soñadora. ¿Que tengo miedo? En sus maneras había cierta flemática lentitud y una desenvoltura que parecía afecta- da. -Desgraciadamente, nadie lo vio -repuso Rasumikhine, malhumorado-. Y dirigió, con curiosidad y al soslayo, una mirada a la cortina de indiana que ocultaba la puerta de la segunda habitación, también sumamente reducida, don- de estaban la cama y la cómoda de la vieja, y en la que él no había puesto los pies jamás. -Lo que no entiendo es tu empeño en atraértela, en ligarla a ti. Sacó dinero del bolsillo y lo mostró a un agente. «¡Vamos, habla! Su afiliación al partido progresista obedeció a un impulso irre- flexivo. ¡Por ganarse cien rublos ir a cambiar billetes falsos! No cabe duda de que tiene algún peso en la con- ciencia. ¡Y yo que creía que no se repetiría el arrebato de ayer! festaba tal cual era desde el primer momento, de modo que quien lo trataba sabía en el acto a qué atenerse. Sin embargo, la ejecución de este plan presentaba grandes dificultades. Y cuando la muchacha se dirigió a la puerta con el propósito de huir, en su ánimo se produjo súbitamente una especie de revolu- ción. ¿Qué té pare- cen? La puerta se abrió y entró Rasumikhine. ¿Por qué no? Pero ¿qué dice usted? -¡Óyeme! Durante unos segundos, el joven la observó en silencio y atentamente. Bueno, hasta que tenga el gusto de volverle a ver. En seguida dijo a Raskolnikof, casi en voz alta, que habría sido verdaderamente chocante ver un hombre tan serio y respetable como Lujine en aquella extraña sociedad, y que se com- prendía que no hubiera acudido, a pesar de los lazos de amistad que le unían a su familia. Sonia miró en todas direcciones y sólo vio semblantes terribles, burlones, severos o. cargados de odio. -dijo Ra- sumikhine-. Ya estaba con- vencido de que no sería capaz de hacerlo. -Por estúpida que sea, Rodia, puedo comprender que dentro de poco ocuparás uno de los primeros puestos, si no el primero de todos, en el mundo de la ciencia. Esto prueba que, en efecto, todo se les permite. Sin embargo, son perfectamente ridículos y generalmente estériles, sobre todo si se siguen al pie de la letra las normas establecidas... Hemos vuelto, pues, a la cuestión de las normas. -exclamó el agente mientras sa- cudía la mano con ademán desdeñoso. ¡Se hizo extender la tar- jeta amarilla para que mis hijos y yo no murié- semos de hambre! Y de pronto se suicida. -Sin embargo, sigue usted intentando embaucarme. Por lo menos tuvo la im- presión de que seria capaz de hacerlo  algún día. Piotr Petrovitch entró en la habitación y saludó a las damas con la mayor amabilidad, pero con una gravedad exagerada. Ahora acuéstense inmediatamente -ordenó Rasumikhine mien-. Ahora celebro que haya muerto. Lo único que tienen son conjeturas gratuitas, su- posiciones sin fundamento. Y cuando Raskolnikof se dejó caer en el diván turco, tapizado de una tela vieja y rozada (un diván, entre paréntesis, peor que el suyo), Rasumikhine advirtió que su amigo parecía no encontrarse bien. pensable, pues en tu camisa puede cobijarse el microbio de la enfermedad. Pues bien, ya no está aquí. Ciertamente, había motivo para sorpren- derse al verle tan empapado, pero mayores. suya, no había ocurrido nada de esto: ni una sola vez le había propuesto la lectura del Libro Sagrado. No tienen pruebas. compensado ampliamente esta única necedad, mejor dicho, esta torpeza, pues la idea no era tan necia como ahora parece. Había terminado de contar el dinero y se lo había guardado, dejando sólo algunos billetes en la mesa. Eres débil, sensual, comodón, y no sabes privarte de nada. Una idea económica no ha sido nunca una incitación al crimen, y suponiendo... -¿Acaso no es cierto -le interrumpió Raskolnikof con voz trémula de cólera, pero llena a la vez de un  júbilo hostil que usted dijo a su novia, en el momento en que acababa de aceptar su petición, que lo que más le complac- ía de ella era su pobreza, pues Lo mejor es ca- sarse con una mujer pobre para poder dominar- la y recordarle el bien que se le ha hecho? Me hablaste de un veneno. Como es lógico, espera su triunfo, cree que va a recoger los frutos de su destreza; pero, de pronto, ¡crac!, se desvanece en el lugar más comprometedor para él. Pero también parecía usted algo exasperado. No vendré a pedirte perdón, sino sencillamente a decírtelo. Porque tengo entendido que es usted el único sostén de esa desventurada fami- lia. -¿Un permiso? Desde luego,  es una cuestión social de la más alta importancia, estamos de acuerdo, pero que se resolverá mediante normas muy distintas de las que rigen ahora. Éste ha cedido por no irritarle, y se ha marchado. LA TÓXICA (Chola enfermenina)Síguenos en: https://www.facebook.com/losgeniosdelacomedia#humor #comedia #entretenimiento #comicosambulantes Pero todo esto terminó con el desastre que usted conoce, y ya puede usted figurarse a qué extremo lle- garía mi cólera cuando me enteré de que Marfa Petrovna había hecho amistad con ese farsante de Lujine y amañado un matrimonio con su hermana, que no aventajaba en nada a lo que yo le ofrecía. El libro pertenecía a So- nia. Jesús dijo: Desatadle y dejadle ir. Sigamos nues- tro camino... Yo soy un pobre idiota indigno de ustedes, un miserable borracho. ¡Los ojos negros...! En el momento en que la joven levantó el revólver, el fuego de sus ojos penetró en el pecho del enemigo y quemó su corazón, que se contrajo dolorosamente. »Ya ven ustedes que no he dicho nada nuevo. Estoy seguro de que de- cidirá usted someterse a la expiación. Así, ¿usted cree que esos falsificadores son unos bandidos? ¡Pero qué situación la suya! -Dígame una cosa -replicó Lujine en un tono de grosero desdén-: ¿podría usted...? ¡Cómo me falla! Así, ustedes reci- birán noticias dos veces en el espacio de una hora: primero noticias mías y después noticias del doctor en persona. En el edificio Kozel debe  de haber algún médico. ¿Por qué me acosa es- te soldado? -La observación es muy justa -respondió el médico-. Entonces vio a So- nia. este caso la primera victima. -volvió a preguntar, sopesándolo y dirigiendo nuevamente a Ras- kolnikof una larga y penetrante mirada. «¿Por qué me mirarán así? No pedía nada. Usted nos dice en su carta que él le ha insultado, y yo creo que hay que poner en claro esta acusación lo antes posible, con objeto de reconciliarlos. ¡Es bochornoso! Tanto la hermana como la madre mira- ban a Rasumikhine con tierna gratitud, como si tuviesen ante sí a la misma Providencia. La voz del comisario se oía más que las de sus compañeros. Su agitación era tan profunda, que apenas podía articular las palabras. -Soy un empleado de la casa Chelopaief y he venido para cierto asunto. En cuanto a la bella dama, la tempestad que se había desencadenado sobre ella empezó. No vaciló ni un segundo: introdujo la mano y empezó a llenar los bolsi- llos de su pantalón y de su gabán sin abrir los paquetes ni los estuches. Por eso rechazarán el testimonio de dos impíos, de dos revolucionarios que me calum- nian por una cuestión de venganza personal, como ellos mismos han tenido la candidez de reconocer. -No -repuso Dunetchka vivamente-, porque comprendo que se ha expresado con ingenuidad casi infantil y que es poco hábil en el manejo de la pluma. Lo único que hacen es venir detrás de nosotros como idiotas. Dunetchka nada repuso. ¡Ah!, a propósito: ese Zamiotof es un gran mucha- cho, pero ha cometido una torpeza contando todo esto. -murmuró Sonetchka bajando de nuevo los ojos. Raskolnikof siguió la mirada de la sir- vienta y vio en su mano derecha los flecos del pantalón, los calcetines y el bolsillo. Había intentado vestir a sus hijos como cantantes callejeros. -dijo, mal- humorado-. Vio que fijaba en él una mirada inquieta y llena de una solici- tud dolorosa, y al advertir que aquellos ojos expresaban amor, su odio se desvaneció como un fantasma. Ajustó su paso al de él. Tenía la forma de un cuadrilátero irregular y un aspecto destartalado. Lo que ha de hacer es prestar la declaración que se le pide. -exclamó Pulqueria Alejandrovna-. puerta y desapareció. -exclamó en un tono de desesperación-. Ya habrá tiempo de char- lar y comunicarnos nuestra alegría. Mis invita- dos deben de estar ya en casa, pero he dejado allí a mi tío para que los atienda. -Su padre me lo contó todo... Por él supe lo que le ocurrió a usted... Me explicó que usted salió de casa a las seis y no volvió hasta las. Dejó la ventana y fue a. sentarse en el diván. Óigame: estoy convencido de que usted desconfía de mí sólo porque he tenido la deli- cadeza de no hacerle preguntas enojosas... Us- ted ha interpretado erróneamente mi actitud. Ella contestaba sonriendo y a ellos les encantaba esta sonrisa. repito lo que le dije el otro día: si usted me cree culpable, ¿por qué no me detiene? No le pido que crea todas mis palabras, Rodion Romanovitch. No puedo perder el tiempo; tengo cierto compromiso; me esperan para asistir al entierro de ese funcionario que murió atrope- llado por un coche y del cual ya ha oído usted hablar. ¿Para qué tanta molestia...? Hasta este momento sólo se basa en hipótesis. Y presa de un frío de muerte, con mo- vimientos casi inconscientes, Raskolnikof abrió la puerta de la comisaría. Ya me las habría arreglado para provocar la ocasión de decirles estas cosas. Éste presentaba al joven un papel gris, doblado y burdamente lacrado. La obligación es una cosa, y otra la... Creía usted que iba a decir la «amistad», ¿verdad? ¡Yo, el. -Si continúas así, un día te dejarás azotar por pura caridad. Y ahora veo, con la natural sorpresa... -replicó de súbito Raskolnikof, cuyo semblante expresaba viva irritación-. ¡Je, je, je! »-Yo no puedo hacer eso -repitió, re- medándola, Catalina Ivanovna-. Habrá que ponerlos en li- bertad a los dos. -¿Qué quieren ustedes?-dijo Lujine-. ¿Qué más puedo desear? -Entonces, ¿usted lo sabe?-preguntó, helada de espanto y dirigiéndole una mirada despavorida. Uste- des sacan provecho de todo. Tendré pacien- cia, pues ya sé que sigues queriéndome, y esto me basta. Estoy hablando de. -Pero ¿no lo ves? Al oír estas palabras, la patrona, fuera de sí, empezó a golpear con el puño la mesa mientras decía a grandes gritos que ella era. Usted acaba de observarlo con tanta razón como agudeza. No, hay que buscar otra expresión más fuerte, más significativa. Sin embargo, ni siquie- ra recordaba por qué calles había pasado. ¿Por qué razón he de engañarle, dígame? En el malecón, cerca del puente y a dos pasos de casa de Sonia Simonovna, había una verdadera multitud, formada principalmente por chiquillos y rapazuelos. »Todo induce a creer que Piotr Petro- vitch es un hombre respetable a carta cabal. -¿Por qué imposible? Recibiré dinero de un momento a otro. No intentó razonar. Mi convicción se funda en hechos positivos, pero él  ignora que yo he descubierto las causas. Las pisadas se oían ya en el tramo que terminaba en el cuarto piso. Todavía se atreve a burlarse. No me ha hablado así por el simple placer de hacer ostentación de su fuerza. Lo cogí cuando comprendí de lo que eras capaz. Ella no me ha dicho nada; se ha limitado a mirarme en silencio... Ha sido una mirada que no pertenecía a la tierra, sino al cielo. Los caballos son jóvenes, espantadizos, y han echado a correr. ¿Qué quieres que les diga? -Bueno, ¿qué me estabas diciendo de ese pintor? ¿Ha pasado usted alguna noche en el Neva, en una barca de heno? como de los continuos errores que cometía. No: habrías dicho que no habías visto nada, aunque esto hubiera sido una mentira. Dejémoslos que mien-. ¿Por qué he de darle una tregua haciéndolo detener? ¡Un viejo ami- go! Pero sobra esta advertencia, porque usted no lo ha creído, ni mucho menos -dejó escapar Raskolnikof, aturdido por la cólera. Cogió su sombrero y salió. La mujer empezó a gritar con todas sus fuerzas y acudió gente. »Pero no la acuse, señor. Se presentó en mi casa descompuesto... En fin, dejémoslo aparte. ¿Dónde estaba y qué vio? Soñaba, y su sueño era ex- traño. Miraba fijamente ante sí y pa- recía no ver a nadie. Sólo sobre esta base podemos establecer distinciones. ciegamente como usted cree. La hemorragia continuaba, pero la enferma se iba recobrando poco a poco. Y se marchó, dejando a Sonia la impre- sión de que había estado conversando con un loco. Si lo hubiese sabido, jamás me habría dejado tentar. ¿Vendrás a verme cuando esté detenido? Todo nuestro porvenir depende de la inmediata respuesta de esta pre- gunta: ¿pueden arreglarse las cosas o no se pueden arreglar? Él conocía y com- prendía las causas generales de este fenómeno, pero jamás había podido imaginarse que tuvie- sen tanta fuerza y profundidad. Estaba mortalmente pálida, temblaba su labio inferior y sus grandes ojos negros lanzaban llamaradas. -siguió pensando mientras regresaba, cabizbajo, al rincón de Lebeziatnikof-. No moleste demasiado a la pobre viuda: está enferma del pecho. Porfirio también está deseoso de conocerte. Me dirijo exclusivamente a usted, Pul- queria Alejandrovna, ya que a usted y sólo a usted iba destinada mi carta. Por otra parte, ¿de qué sostén habla usted? No creas que he venido a interrogarte, pues no tengo el menor interés en averiguar nada. Acompañaba a una joven- cita de unos quince años, que estaba de pie jun- to a él, en la acera, y que vestía como una dami- sela. Se extendió en explicacio- nes sobre el hecho de que la mayoría de los libreros y editores no conocían su oficio y por eso hacían malos negocios, y añadió que edi- tando buenas obras se podía no sólo cubrir gas- tos, sino obtener beneficios. Luego cerró los ojos y se volvió de cara a la pared. de talla desmedida, de piernas largas y torcidas y pies enormes, como toda su persona, siempre calzados con zapatos ligeros. De pronto pa- lideció, se levantó, miró a Sonia y sin pronun- ciar palabra, fue maquinalmente a sentarse en el lecho. sonido original - ECUADOR . Furioso al ver que mi madre y mi hermana no reñían conmigo fundándose en sus calum- nias, llegó al extremo de insultarlas grosera- mente. Temo enojarle, pero nece- sito a toda costa el ejercicio. Lo más importante era no decir ni una palabra a nadie, pues sabía Dios cómo termi- naría aquel asunto. Se estremecía. ¡quién sabe si será la última vez que nos vemos! Esto a mí no me importa lo más mínimo. Al fin pensó que acaso sería preferible que se dirigiera al Neva. Hablaban en el rellano, ante la misma puerta de la patrona. -exclamó, ya in- quieto, el empapelador. Es una cruz, mi cruz... Desde ahora sufriremos juntos, y juntos lleva- remos nuestra cruz. Pero ni palabras ni exclamaciones bas- taban para expresar su turbación. Sin duda, usted le repetía a todas horas y en todos los tonos: «Eres un asesino, eres un asesino.» Y ahora que ha confesado, empieza usted a tortu- rarlo con esta otra canción: «Mientes; no eres un asesino, no has cometido ningún crimen; dices una lección aprendida de memoria.» Des- pués de esto, usted no puede negar que sus funciones resultan a veces bastante cómicas. ¡Oh, si esto llegara a realizarse! -Joven -continuó mientras volvía a er- guirse-, creo leer en su semblante la expresión de un dolor. Ahora somos muy amigos; nos vemos casi to- dos los días. La debilidad de sus nervios era extrema. Les daré trabajo. Dicen  que  tenía  dinero. -gritó de pronto a uno de ellos-. -Ese punto no es de nuestra incumben- cia. Ni siquiera apareció el gendarme de guardia. el té. -¿Y si huyera? No cabe duda de que el asesino estaba en el piso y había echado el cerrojo. Pero yo no bebo jamás ni una gota de vodka, porque mis principios me lo vedan... Sepan ustedes que ha sido él, él mismo, el que ha transmitido con sus propias manos el. Raskolnikof se detuvo junto al grupo principal de mujeres. -¡No lo permitiré! aclaró el asunto y el infeliz fue puesto en liber- tad, pero, de no haber intervenido el Senado, no habría habido salvación para él. Tenía el presentimiento de que ocu- rriría una desgracia, y ya ha ocurrido. Raskolnikof calculó que tenía unos treinta años y que la edad de Marmeladof su- peraba bastante a la de su mujer. Uno de ellos era un individuo algo em- briagado, un pequeño burgués a juzgar por su apariencia, que estaba tranquilamente sentado ante una botella de cerveza. Por eso em- pleo palabras demasiado... expresivas. Quiero exponerle con todo detalle el proceso de mi aberración. Dígame: ¿por qué he de huir de las muje- res siendo un gran amador? -Pues yo creo que si tú no te atreves a hacerlo, no puedes hablar de justicia... Ahora vamos a jugar otra partida. -Pero ¿qué os pasa que estáis tan fúne- bres? ¿Se ríe usted? -dice una voz en la carreta-. Las dos mujeres le espe- raban desde hacía un buen rato con impacien- cia febril. En el despacho, de medianas dimensiones, había una gran mesa de escrito- rio, un armario y varias sillas. Es una buena persona y fue amigo de tu padre; pero como yo le había auto- rizado por escrito a cobrar por mi cuenta la pensión, tenía que procurar devolverle el dine- ro, cosa que acabo de hacer. Había perdido por completo la cabeza; cuanto más andaba, más turbado se sentía. ¡Dime que soy un. -¡Adiós! Por el contrario, es un trabajo noble, ya que beneficia a la sociedad, y desde luego superior al de un Rafael o un Pushkin, puesto que es más útil. Sonia le miraba con un gesto de estupor. Usted debió enviar a paseo a esa alemana. El demonio se lleve a la vieja y a la nueva vida... ¡Qué estúpi- do es todo esto, Señor! -¡Claro que la quiero! La tentación de dejarlo todo y marchar- se le asaltó de súbito. Raskolnikof asistía a esta escena con una extraña sensación de indiferencia, de embrute- cimiento.